Prime no se caga.

Con lo que me dieron por La Flojita de Gatillo me compré unos lindos mocasines, un pote de gomina y una cartera de hombre para guardar el resto del dinero conservándolo calentito bajo el sobaco. Pensé también en comprar una pistola, idea que luego descarté porque, boludo confeso, sólo me faltaba pegarme un tiro accidentalmente.
El barco se lo vendí a Beltland, un asiático que se creía francés y actuaba exagerando sus refinadas formas hasta la máxima putez. Adoro a este tipo de personajes, me recuerdan a esos corajudos imitadores de Elvis Presley.
No quiero ahondar sobre mis primeras solitarias noches de hotel. Tampoco hablaré del permanente acoso que prodúceme el recuerdo.
Como siempre me ha sucedido, cuando el dedo está cerca del orto, las preguntas se simplifican, las respuestas son veloces y las acciones inmediatas.
Rápidamente me deshice de mi segundo orfanato y, con el andar de un debutante, enfrenté las calles como único escape posible.
Lapidadas las nalgas y firme la huevería, el estreno de la calza gremialista llevóme nuevamente por el camino del vodka y el baile cosaco.