Carné

Volví a la Flojita de Gatillo enérgicamente renovado.
Tuve que aguantar una severa cagada a pedos de Piedra Buena por haber desaparecido durante días sin aviso. Luego de soltar infinidad de puteadas y descargas, mi capitán enderezó el tono y dijo: "por lo visto, aprovechó para darle de comer al cornalo; lo encuentro laxo, lacio y relajado, es decir, bien garchado".
Asentí con ojos brillantes y luego narré detalladamente mi episodio con Daurade.
A medida que penetraba en el relato, un irreconocible entusiasmo trepaba detrás de palabras y gestos. La ciudad, el río, la habitación de la chica, todo se había fijado de manera tal que no necesitaba esfuerzo alguno para describir minucias, fragmentos y pormenores.
Por la noche, ya recostado en mi litera, el recuerdo empalideció con la obscuridad y, primero fiebre luego sensible infección, la cara enmarcada de la muchacha comenzó a tomar angustiante distancia.
Nos habíamos despedido con chistes, abrazos y sonrisas. En ningún momento imaginé que quizás sería la última vez que vería a Daurade. Y por más que intentara evadir mariconadas, mis ojos erupcionaron con salada incontinencia hasta anclarme en el espasmo.
Desde un rincón del camarote, un chistido continuado con el raspar de un fósforo cortó en seco jadeos y secreciones y, amenazada la intimidad, me escondí debajo de la almohada como indefenso animal frente al temido predador.
La brasa de un cigarrillo iluminó unos ojos inyectados de sarcasmo y, seguido a una pitada luminosa, resonó en el ambiente un comentario que lapidó el insomnio.
"Salga, llámela por teléfono, dígale que la ama y certifique su vitalicio carné de pelotudo".
La fiera habíame estudiado.
Y astutamente mordió en zona fofa y blanda.