The Jockey.

Los hombres bajitos sabemos, cuando comprendemos que siempre veremos el piso desde más cerca, que sólo habrá dos opciones de vida: o hacer reír al prójimo, o ser hábiles jinetes del destino popular.
Confieso que hice uso de ambas posibilidades pero, al momento de evaluar qué era más conveniente para darle de morfar al amigo, inmediatamente me incliné por la conducción, tarea que, además de mantenerme fuerte y fértil, de paso me convidó con el dulce de la fortuna.
Encontré la clave una tarde en Palermo gracias a mi gran ejemplo Irineo Leguisamo, ídolo del turf y, bajo mi óptica, un profeta del rebenque. Aquel día supe claramente que, para escalar a la cima, primero debía montarme a un pingo ganador.
Y así fue como, poco a poco, fui afianzándome en el manejo de la rienda y gracias a mis recios purasangres coseché tantos laureles como los vertidos desde el inicio de la semana santa.
Es por esto y por mucho más que hoy, desde el interior de un cortito cacho de madera, me retiro lentamente bajo el calor de mis potrillos con un suspiro de gracia y un relincho en el ojete.
Adiós amigos, el cruce de cada disco y, en especial de este último, fue sólo gracias a la fuerza de su tranco.