Una confesión: me cuesta gritar goles de la selección argentina,
Grité mucho el de Maxi, en 2006, por lo bonito, por el desahogo; el de
Palermo, en 2010, por los motivos de sobra conocidos, aunque este grito
fue mudo. Me explotó en los ojos, lloré. Del resto de las veces recuerdo
el puño apretado que vuela por los aires, el salto, de vez en cuando el
abrazo con mi partenaire de turno.
Digámoslo con todas las letras: los juegos que involucran a nuestra
selección son otra cosa que fútbol. Diente apretado, hacerse
malasangre, putear contra el número tres que, por ley de la naturaleza,
ha de ser siempre horrible. Qué pasión ni ocho cuartos. La violenta
actualidad nos riñe con la épica y sin épica ¿puede haber pasión?
Salgamos del fárrago de la palabrería y pongamos un ejemplo perfumado.
Estados
Unidos, 1994. Argentina quedó afuera y el mundial vuelve a ser un
evento a contemplar con otros ojos. Cuartos de final. Alemania, el
campeón defensor, se mide Bulgaria. Los búlgaros no son un equipo, son
una banda. Entraron al mundial por la ventana, después de una corrida de
Emil Kostadinov en Parc des Princes, que sirvió para cargarse a la
Francia de Cantona.
Alemania se adelanta en el marcador. Lothar Matthäus, de penal. La
burocracia teutona suele ser puntual. El caos búlgaro, en cambio, es
resbaladizo. Hristo Stoitchkov, tu grato nombre, pone el empate. De tiro
libre. Un gol que hizo mil veces. Pero cada tanto Homero pestañea, dios
se lima las uñas o Alemania queda mal parada en defensa. Llueve el
centro y la insólita marca del pelado Letchkov es Thomas Häßler, un
taponcito. Letchkov se lo come en el salto y a cobrar. En sólo tres
minutos el potrero pone en peligro el equilibrio del universo tal como
lo conocemos.
Ese gol sí se grita hasta que la garganta raspe. ¿Por qué? Hay mil
razones pero para mí épica de entrecasa destaca la siguiente. Letchkov,
el pelado, es oriundo de Sliven, una pequeña población donde el
accidente nuclear de Chernobyl condenó a sus habitantes a diversos
niveles de alopecia. ¿Será cierto? Qué sé yo. Basta ver Stalker, de
Tarkovsky, que es bastante anterior al accidente, para comprobar que el
tiempo es pícaro y bien podría ocurrir que la emanación radiactiva dote a
sus víctimas de algún atributo singular, por qué no, la revelación.
¿Vamos a La Zona? Tiremos unas tuercas para decidir cuál es el camino.
Iordan
Letchkov se retiró del fútbol. Antes de eso tuvo tiempo para estafar a
un club turco (en un caso sospechosamente parecido al de Ariel Arnaldo
Ortega). Pero el después no deja de ser interesante.
Fue presidente del club de fútbol local y llegó a la alcaldía del
pueblo de alopécicos. Allí hizo algunos negocios turbios, contrató por
gruesas sumas a sus amigos de la infancia, se valió de la obra pública
para el provecho de sus negocios particulares, en fin, la realidad
prosaica de un diario cualquiera de los nuestros. Un tribunal lo condenó
a dos años de prisión.
En suma, a nuestra época le falta épica y la épica se escribe y la
escritura es caprichosa pero si conmueve, convence. Los hombres, vistos
de cerca, somos demasiado humanos y tener buena memoria también es saber
qué cosas olvidar. Después de todo, alguien se acordará de mí como el
borracho al que echaron de un bar por afanarse un cenicero.
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