Bailando yo en el polo.

Tormenteaban los pensamientos en mi gatafloreada existencia.
El entripado dolíame y me entregué al viejo vicio de la evasión concentrada en la desviación.
Dupliqué habituales dosis, retomé antiguas falopillas e incorporé novedosas burundangas.
El ánimo y la flacidez sexual combinábanse con la euforia de la estupefaciencia y, muerto el apetito, se fue desinflando mi humana necesidad.
Bobo para la excusa, resolví que la llegada del invierno era la culpable de mi flaco galopar y sólo el rajar, motor del marinero, daríame respiro.
Y una mañana desperté a mi capitán con dos chirlos y una caricia en el entrecejo anunciándole que me tomaba unos días de vacaciones en el norte.
Sin decir palabra, Piedra Buena me adelantó unos mangos, dióme una lacia palmada en la espalda y señalóme la salida como un mozo de restaurante.
Salí cantando una rumba de moda y, como siempre confiado en el buen orto, los primeros pasos en tierra firme recordáronme el seductor zapateo que logro cuando, además de invitar a bailar, contagio un aplauso de nalgas.